2 de noviembre de 2007

EL JUNTAPALABRAS y IX

AVENTURAS, VENTURAS Y DESVENTURAS DE FLOID EL NEGRO


Desde allí la posada parecía estar tranquila. Los sicarios deberían estar esperando noticias del escocés, al que aún suponían embaucándole a él. Se acercó con precaución a la puerta de entrada y al franquearla vio la misma escena de antes con los mismos personajes. Se confió al ver que no faltaba ninguno de los supuestos sayones y avanzó hacia el interior. En ese momento un silletazo en la espalda le hizo caer. Desde el suelo, aún aturdido, vio avanzar hacía sí cuatro pares de botas amenazantes. Quiso echar mano del pistolete que llevaba a la cintura pero el pie del que estaba detrás le aplastó la mano sobre la tarima. Cuando ya se creía perdido entrevió otros dos pares de botas muy grandes que corrían detrás de las que iban a finiquitarlo. “Por fin aparecen”, pensó. Antes de lo que se tarda en decirlo los Cara de Plata habían dado cuenta de dos de los sicarios hundiendo sus facas en sus costillas y se enfrentaban a los otros dos en una reyerta a espada. Aprovechando la sorpresa, Floyd había empuñado con su mano libre el estilete de Masteroy y lo había clavado en la pierna que le sujetaba. Al liberarse de ella, rodó sobre sí mismo y se incorporó sacando al tiempo su espada. El sicario herido aún trataba de sacarse el estilete cuando Floyd le abrió la cabeza de una tajadura certera. Pete y Garfield tenían arrinconados a los otros dos sayones. Cuando el Negro llegó en su ayuda ya uno de ellos yacía en el suelo con un profundo tajo en el vientre y las tripas fuera. El otro, viéndose perdido, saltó por una de las ventanas y salió al exterior. Floyd lo siguió mientras los Cara de Plata corrían hacia la puerta para darle alcance. Ya en el centro de la explanada los tres consiguieron acorralar al rufián que, aterrorizado, soltó la espada y se arrodilló ante ellos esperando el fin. Floyd se percató del bolsín que colgaba de su cuello y se lo arrancó. Al abrirlo encontró el dedo del pobre Mano de Sable y ceñido a él el anillo que Doña Teresita le había entregado y que había hecho correr tanta sangre. Después de tanta acción Floyd había quedado exhausto en el cuerpo y en el alma pero aún quería saber algo más. Apoyó su espada en el cuello del sayón rendido y le gritó:

- Decid canalla, si queréis salvar la vida, quién os manda y cuáles eran las disposiciones.

El pobre sicario creyó ver un rayo de esperanza y dijo atropelladamente:

- Don Lope Tejada es el que nos manda para saldar el litigio que tiene con vos. Vuestra cabeza, con el anillo en la boca, debía ser presentada en la portería del convento de las Beatillas.

Al oír esto Floyd sintió una punzada de dolor al imaginar a su amada recibiendo el macabro presente. Se repuso y preguntó:

- ¿Qué sabéis de Doña Teresita? ¿Cómo queda?

- En lo que me alcanza sigue en el convento y se dice en Sevilla que no se ha visto novicia más hermosa ni más doliente que ella- respondió el sayón, que continuó animado por las confidencias- Yo soy como vos, señor, un soldado de fortuna que pone su espada al servicio del mejor postor. Si tenéis a bien dejarme con vida tendréis en mí un brazo leal y un deudor eterno.

Floyd, al recordar su propia historia de mercenario, pensó en el acertado parangón del sicario. Estaba cansado de la lucha, de la violencia y de la muerte que le habían acompañado siempre. Apartó la espada del gaznate del sayón y cuando parecía que se iba a volver giró sobre sí y lanzó un tajo furioso que decapitó al pobre infeliz haciendo rodar su cabeza por el suelo mojado de la explanada. Se diría que con este último golpe había querido acabar con toda su historia, romper con su pasado. Pete y Garfield, los únicos camaradas que habían sido fieles al pacto establecido, le miraban sorprendidos.

- Por Dios que habéis apurado vuestra ayuda, que ya pensé que también vosotros me habíais traicionado. Pero sea dado por bueno lo que bien termina aunque yo aún tengo que hacer una diligencia. Esperadme en la cantina y abrid una botella del mejor ron del posadero.

Floyd se encaminó al risco más alto que rodeaba al antiguo faro. Caminaba abatido por la sarracina vivida y por el peso de su propia conciencia. Sentía que toda su existencia había sido una singladura sin rumbo y que cuando por fin había encontrado un horizonte claro este se le hacía inalcanzable. Quería soltar las amarras a un sueño imposible. Quería viajar ligero el resto de la travesía. Cuando llegó a lo alto del peñón se sacó el anillo, lo miró con devoción por última vez y lo lanzó con todas sus fuerzas a las embravecidas aguas del océano.

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